Una anécdota sobre la literatura y los videojuegos

Por Francisco González Quijano.

 

Cuando era un adolescente gamer obsesionado con el primer Nintendo (hablo de 1993 o 1994), en casa me regalaron un juego, el Ninja Gaiden. En el interior de la caja venía un llamativo cupón en inglés. Con ayuda de mi familia logré traducirlo y resultó que, si lo enviaba por correo, junto con un cuestionario, obtendría un regalo sorpresa, lo hice.

Mi lado optimista me decía que llegaría de regalo otro cartucho y el pesimista, que la promoción solo era para quienes vivían en Estados Unidos. También escribí alguna vez una carta a Chabelo y no sé si también al tío Gamboín, todo sin éxito (hoy lo celebro).

Un día llegó un paquete para mí, primera vez en la vida. Un sobre amarillo de esos que solo se conseguían en el gabacho, me emocioné mucho (me había transformado en un personajillo de Willy Wonka). Mi familia me veía con la ilusión de cuando abría mis regalos de los reyes magos, no poca cosa. Lo abrí con cuidado, en el interior estaba un libro (¡un libro!) de Ninja Gaiden. Es decir, la historia escrita de lo que con tanto entusiasmo jugaba en esos días. Guardo aún el libro y la sorpresa. Claro, el libro ni quien lo leyera; pero fue una muestra poderosa de que los videojuegos funcionan igual que el cine: hay un guión, un libro, papel, y luego… todos los muñequitos en la pantalla, a los que mis papás llamaban “idiotizantes”, pero que me tenían en el intento de superar obstáculos y niveles. Después del éxito del juego vendría la edición comercial, un objeto de culto para friks de las consolas.

La construcción de personajes, los escenarios, el montaje y la narrativa de los videojuegos tiene una relación muy evidente con el cine y, por lo tanto, con la literatura.

El otro día mandé un cupón que me salió en una licuadora Braun que tiene aspecto de monstruo dentado, me imaginé que… no pasó nada, no se emocionen.

 

PD. Sobra decir que no me gané ningún Game Boy

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