Escribir y que te lean
Por Francisco González Quijano
Uno de los placeres más grandes de escribir es ser leído por desconocidos. La facilidad para lograrlo es uno de los motivos que ha impulsado a la literatura en las nuevas tecnologías. Lo trataré de explicar desde mi experiencia personal a través de los años.
La primera vez que tuve contacto con la publicación de textos me emocioné muchísimo. Era 1998, había visitado un circo no muy grande ni comercial que se había instalado en Guadalajara. Estuve dos días conviviendo con la gente del staff: españoles, uruguayos, chilenos, dos o tres mexicanos que aparte de entrenar y ensayar, cuidaban animales típicos de los circos de esos años: jirafas, elefantes, monos y leones. Encontré algunas buenas historias y las escribí. Le di el texto a mi profesora de Periodismo, que trabajaba en Mural (diario tapatío que pertenece al Grupo Reforma), y me dijo que lo publicaría. A los pocos días salió. Compré 10 ejemplares y los reservé para mis padres y amigos, quería que vieran que yo había cumplido un sueño, el de aparecer como autor en un papel y que, seguramente, alguien aparte de ellos me habría leído. Internet estaba en pañales, lo más importante (lo único importante) era publicar.
Desde entonces a la fecha, no dejé de hacerlo: a veces con remuneración, otras gratis. El ansia que tenía porque mis historias aparecieran en un objeto que se pudiera conservar fue diluyéndose con el paso del tiempo. ¿Alguien me leerá?, pensé año tras año. En alguna charla con el editor que fue mi jefe en El Universal (ya en la Ciudad de México, por ahí de 2002) salió el tema. El pulso de lo que escribíamos solo se veía reflejado en ventas, cartas al director, reuniones con el consejo editorial, y uno que otro amigo que en la semana me decía, “ah, te leí, vi tu nombre”.
En 2004 se puso de moda Blogger, una plataforma a través de la cual podías publicar textos, fotografías y hacer tu propia revista virtual. Eso que después cobró relevancia hasta nuestros días y llevó el nombre de “blog”. Un amigo me platicó el fenómeno y me dijo que abriera uno, que viera otros, los comentara y, de paso, hiciera una invitación para que me visiten. Lo hice. Un título y seudónimo que de inicio creí divertidos bastaron. Meses después, a cada post que ponía, recibía algunos comentarios: unos estaban de acuerdo, otros no, otros me invitaban a su blog. Esa dinámica me pareció fabulosa. Nunca en los seis años que llevaba como periodista había recibido tanta retroalimentación. Para opinar en un blog no necesitabas ser miembro ni registrarte en ningún lugar, funcionaba como la sección de comentarios de cualquier página web.
El mundo de los blogs me hizo conocer personas fascinantes, leer textos muy buenos, y hasta ligar (tuve una novia bloguera). A veces, los que publicábamos en periódicos impresos hacíamos alguna nota sobre los blogs y nos llevábamos lectores a ese territorio (una pequeña cruzada a favor de la comunidad). Además, en el camino surgieron varias plataformas de creación y, entre todas, se configuró una red (sin marca) de blogueros.
Esta tecnología te permitía hacer cuentos por entregas, series, galerías fotográficas y jugar con la literatura, lo cual era una gozada para creadores y lectores. Había muchas herramientas para acondicionarlos o conseguir más visitantes, plugins para contar visitas, para saber de dónde te leían y quién había llegado a tu sitio, para recomendar a otros creadores. Los blogueros éramos felices (al menos yo).
El sueño de muchos, entonces, era que alguna editorial entrara en el sitio y te hiciera ganar dinero por ello. Muchos lo lograron, entre ellos el argentino Hernán Casciari o los americanos Tim Ferriss o Timothy Sykes.
Los blogs no competían con la nueva red social de moda, Facebook. El perfil literario y creador que había en el mundo bloguero no se reproducía en la plataforma de Mark Zuckerberg, más enfocada en la socialización y en la consecución de amigos que tenían por máxima dar un “Like” y hacerte sentir un poquito mejor.
En 2006 se lanzó Twitter, otro soporte que, de inicio, solo te permitía escribir textos de 140 caracteres por publicación. Algo parecido a publicar telegramas por internet.
De forma progresiva, mis amigos de la comunidad se mudaron a la red social del pajarito azul. Yo me resistía, no entendía por qué. Era incómodo hacer todo de forma tan reducida, sin gráficos, sin tener un sitio personalizado. Además, para contestar un “tuit” sí había que ser parte de la comunidad, tener una cuenta, abonarse a la marca Twitter y, entonces, ser considerado “tuitero”. Había algunas ventajas, como interactuar con personalidades y, con suerte, hacerte famoso y obtener ganancias económicas. Algo que parecía más fácil que en el mundo del blog.
Mi blog fue perdiendo visitas, mis textos tenían cada vez menos repercusión y comentarios. Algunos me recomendaban entrar en Twitter, pero yo me abstenía. Terquedad, le llaman.
Doblé las manos tarde, en 2010. Saqué dos cuentas de Twitter: una para tener y leer a mis amigos y familiares, y otra para mi seudónimo de creador con la que emularía a algunos de mis amigos blogueros que ya eran tuitstars. Nada más iluso, no pude. No volví a sentir esa satisfacción a la hora de escribir para conocidos-desconocidos. Las dinámicas de creación en Twitter parecían coordinadas previamente con una fórmula, algo que permanece en la red social hasta 2021. Por ejemplo, recuerdo la moda por contar una anécdota del día con la apostilla “se parece tanto al amor”; hoy podemos ver lo mismo con frases como “dijo nunca nadie”, “siempre hay un tuit”, “por si estaban con el pendiente”, entre otras. Puestos a hacer analogías, si los blogueros hacíamos nuestras canciones, los tuiteros se juntaban a bailar La Macarena.
Me convertí en un espectador más. Tardé en comprender que el Twitter también tenía formas literarias, como bien lo expresa Francys Zambrano en su texto La creación literaria en 140 caracteres, “el fomento a lo breve en Twitter promueve una escritura eficaz sin que ello suponga una limitante en cuanto a amplitud semántica” (44).
Volviendo a mi experiencia, quedé maravillado por el fenómeno de Manuel Bartual en el verano de 2017. Bartual es un dibujante y guionista español que tuiteaba como cualquier otra personalidad del mundo de la cultura: algunos chistes, retuits, autopromoción y comentarios de la política o del mundo deportivo.
En agosto de ese año, sin previo aviso, empezó aescribir una serie de tuits que decían que estaba pasando algo raro en sus vacaciones de playa, a las que había ido solo. Con la ayuda de fotografías, audios y videos que acompañaban a sus publicaciones, explicaba que alguien lo estaba siguiendo y lo acosaba, le dejaba mensajes misteriosos en su habitación y hasta acertijos para resolver. Fue impresionante la respuesta de la gente a ello, los lectores ayudaron a descifrar los mensajes, sus amigos le preguntaban si todo bien. Claro, todos creían que Manuel hablaba en serio y se involucraron. En solo tres horas, @ManuelBartual había pasado de 15 mil a 150 mil seguidores; y al día siguiente, el hashtag #Manuel era Trending Topic mundial del Twitter en Español.
Bartual siguió con el relato durante una semana. La historia devino en la presencia de un doble, idéntico a él, que lo vigilaba y desconcertaba. Él mostraba imágenes y videos escalofriantes; personalidades de todos los ámbitos mostraron su interés y asombro al darse cuenta que todos formaban parte de una creación literaria (Iker Casillas, Andreu Buenafuente, Jorge Carrión, Trino, JIS, Piqué, Andrés Calamaro, Kevin Johansen y Julieta Venegas, entre otros, aportaron bromas o comentarios a la conversación). Luego de seis días el relato terminó; pero el autor advirtió a todos que estaba bien y que solo había hecho un experimento literario para ver qué sucedía.
Varios meses después, Bartual fundaría junto con sus amigos un sitio que reúne los mejores experimentos literarios en Twitter, en el idioma español: La hiloteca (lahiloteca.com). Luego de eso sería contactado por Editorial Planeta para que escribiera un libro, la secuela de su hilo de Twitter. Lo hizo. Se llamó “El otro Manuel”.
Lo de Bartual parece novedoso, pero adaptar la literatura a las nuevas tecnologías viene de muchísimo tiempo atrás. Ya lo dice Javier Marías, “es como si el mundo no tuviera memoria, lo cual lo condena a repetir viejas fórmulas creyendo que son nuevas”.
Orson Welles logró hace casi un siglo algo similar, cuando en formato documental hizo una versión radiofónica de la novela de H.G. Wells, “La guerra de los mundos”. El genio, que apenas tenía 20 años, consiguió con su emisión para la radio, que la población estadounidense entrara en pánico y que las patrullas policiacas rondaran cientos de miles de pueblos de la Unión Americana, porque creyeron que el ataque alienígena al planeta tierra era una cierto. Welles, igual que Bartual, alcanzó la fama al punto de ser llevado a Hollywood para que dirigiera la película que quisiera con el presupuesto que quisiera. El resultado: Citizen Kane.
Yo no esperaba convertirme en Orson Welles cuando escribí mi humilde reportaje sobre el circo, en 1998, solo quería que me leyeran al menos 10 personas. Hoy, buenos textos con buenas ideas, pueden hacernos cumplir el sueño de ser leídos por muchos desconocidos. Solo es cuestión de encontrar los medios adecuados y, eso siempre, tener mucha suerte.
Bibliografía
Marías, Javier. Los internautas preguntan, El Pais. 03 de marzo, 2010. Elpais.com . Página web.
Zambrano Yánez, Francys et.al., Eglee Zent. “La creación literaria en 140 caracteres”. Escritura analógica y escritura digital, Boletín de la Academia Venezolana de la Lengua, 2015. 41-54. Electrónico.
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